Camino Sur
Cada final de mayo, el canto del pájaro secretario resuena a través de mi ventana en La Moraleja. Suena como un radar y para mí marca el inicio del verano, recordándome las noches de exámenes de mi juventud. Ahora, ese mismo sonido, tan mecánico y preciso, señala la llegada de una invitación enigmática a una reunión secreta en la mansión de Camino Sur, una colosal villa, una joya arquitectónica del barrio. Esta invitación, velada en misterio, convoca a un selecto grupo a su invernadero, un santuario de exóticos follajes y luces susurrantes, donde se nos invita a cruzar un portal hacia lo desconocido, transformando el eco de un pájaro en la promesa de una aventura mística cada año.
La tarde de verano en el invernadero era espesa y fragante, el calor despertaba cada esencia oculta entre las plantas. Los cristales empañados filtraban una luz dorada que bañaba a los presentes en un resplandor casi místico. El aire, cargado de humedad, hacía brillar las pieles desnudas bajo la luz suave. Todos yacíamos en tumbonas, en completo silencio, como habíamos prometido al aceptar la invitación. Nadie conocía a nadie; todos contemplábamos El Cuadro.
El cuerno resonó con una profundidad que vibró en mi pecho, anunciando un cambio inminente, el mismo presagio que acompañó la invitación al invernadero. Allí, un grupo de artistas de élite estaba decidido a comprobar que "El Jardín de las Delicias” era en verdad un portal. Mi tumbona estaba frente al panel central, un vasto paisaje de figuras humanas y criaturas extrañas en un ambiente de placeres sensuales. El cuadro había capturado nuestra atención, rodeados por la
majestuosidad del invernadero situado en el jardín principal de la mansión al norte de Madrid.
A medida que el sonido del arpa se repetía, recuerdo que comencé a relajarme y dejé de pensar. Me centré en lo que tenía delante de mis ojos: El jardín del Edén. El sol estaba ya en lo alto y el invernadero, y todos nosotros, comenzamos a sudar. Un pájaro carbonero de pecho amarillo y plumaje azul radiante se posó en mi barriga. Con una incredulidad casi suspendida en el tiempo, sentí cómo aquel pequeño pájaro, delicado y osado, descendía hasta mi ombligo. Su pico, casi irreal en su suavidad, buscó el sudor acumulado y se lo bebió, como si fuera una fuente secreta de vida. El asombro me envolvió por completo: un gesto tan inesperado, tan íntimo, que apenas me atreví a respirar.
—¿Qué haces, de dónde sales? —le pregunté sorprendida.
—De donde salen todas las cosas —respondió con voz dulce y serena.
El cuerno retumbó de nuevo, y una puerta se abrió en el invernadero, despejando un camino iluminado por una luz casi celestial. Frente a mí, el cuadro mostraba un pajarillo luchando con un cardo, una vívida metáfora de nuestra propia trampa.
—Y tú, ¿qué harás? ¿Seguirás resguardándote o saldrás al mundo para descubrir realmente quién eres? —me desafió el carbonero con una mirada penetrante que parecía trascender su forma aviar.
En ese momento, sintiendo el eco de su desafío resonar en mi alma, supe que era el momento de cruzar el portal. Dejando atrás el invernadero, di un paso hacia adelante, hacia la luz, listo para embarcarme en un viaje de verdadero descubrimiento, donde las respuestas esperaban ser encontradas no en el refugio, sino en la valentía de cruzar el umbral