Concurso de Relatos, literatura, textos, lectura

CONCURSO DE RELATOS LMM "LA TERCERA NOVIA"

La tercera novia

La reconocí de inmediato cuando la vi detrás del cristal de una concurrida cervecería de Moraleja Green, donde habíamos quedado después de un encuentro fortuito. Habían pasado casi cuarenta años.

En un abrir y cerrar de ojos, su imagen me transportó a aquel pisito mítico de nuestra juventud. Estaba en la calle Fuencarral, en un edificio de antes de la guerra. Allí había vivido durante décadas una tía soltera, pero con más de ochenta años ya no pudo subir los cuatro pisos sin ascensor, tras romperse una cadera. La familia la llevó a una residencia, ella dejó de sentirse ferozmente independiente en su casa de toda la vida y, durante un tiempo, sus sobrinos —mis dos hermanos y yo— colonizamos su piso.

No es que nos mudáramos, pero íbamos con frecuencia, a charlar, a pasar el rato con amigos y, sobre todo, con amigas y novias. Al subir, las escaleras de madera crujían a cada paso, y un pasillo largo y lúgubre llevaba a varias estancias de muebles rancios, más parecidos a los escenarios de Galdós que a la loca estética de los años ochenta.

Allí nunca faltaba el tabaco ni la cerveza ni algún porro que otro. Tampoco la buena música —David Bowie, Fleetwood Mac, Queen…— ni los libros, que devorábamos con furor literario y comentábamos después con pasión. Era una forma más de abrirnos a la vida, mientras nos escapábamos de nuestro pequeño mundo burgués y despreciable.

Bukowski era nuestro ídolo, y bebíamos sus novelas y relatos con la misma avidez que la cerveza fría en los días de verano. Convencidos de que su realismo sucio legitimaba nuestra falta de higiene, nos reíamos de la ducha diaria y del desodorante, cosa de pijos. Aquel piso era nuestro oasis de libertad, de descubrimiento y transgresión sin culpa, de vida inagotable, como si nunca fuéramos a morir.

Y hoy, cuarenta años después, enfrente de mí, en una moderna, luminosa y animada cervecería de Moraleja Green, estaba ella: mi tercera novia. Nunca olvidé el lugar que ocupaba, porque fue la primera que me dejó a mí. No lo entendí, y me quedé tan tocado que tardé en conquistar a la cuarta.

Allí estaba ella, bebiendo a sorbitos pequeños su cerveza como solía hacer, con la misma sonrisa pícara de entonces, el pelo ensortijado, ya gris, y aún marcando cintura, esa que me volvía loco cuando se quitaba la camiseta subiendo los brazos y se quedaba en bragas y sujetador.

—Nunca entendí por qué me dejaste… —me atreví a decirle.

—Aquel piso, viejo y oscuro, con ese pestuzo a sudor y tabaco negro… Nunca pude con ello, así te lo digo.

Me quedé mudo por un instante, sin saber cómo reaccionar, hasta que me eché a reír. Ella también lo hizo. Y en esa risa compartida reconocí una sintonía que había resistido intacta al paso del tiempo y que nos auguraba pasar un buen rato y, quién sabe, tal vez algo más.